Blindar nuestra agricultura frente a la nueva era arancelaria

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La batalla comercial que libran Estados Unidos y China, agravada por el intercambio de aranceles anunciado en los últimos días por ambos países, eleva al máximo la tensión en los mercados internacionales y anticipa un escenario de efecto dominó que puede ser crítico para un puñado de sectores estratégicos en Europa, cuya actividad depende en gran medida de las exportaciones. El de la agricultura, por ejemplo, apunta a convertirse en uno de los más perjudicados, fruto de su compleja rentabilidad, vinculada a volúmenes de venta que normalmente se alcanzan a través de mercados externos, y a unos costes productivos que se aumentarán en los próximos meses.

 

Con la subida del precio de la energía y de los equipos agrícolas en el horizonte, queda aguardar a la postura del presidente estadounidense, Donald Trump, en relación a los aranceles que prevé aplicar a la Unión Europea —anticipados en el foro de Davos hace apenas unos días—. Su posible impacto no es asunto menor, en la medida en que la economía continental se sostiene sobre una dinámica exportadora que genera el 55% de su PIB y que encuentra en el gigante americano a su principal comprador.

 

La dependencia europea de Estados Unidos en este aspecto es significativa. Según datos de Eurostat, las exportaciones de la UE al país norteamericano en 2023 representaron el 19,7% de las totales realizadas por el bloque comunitario, superando los 576.000 millones de euros. El propio gobierno estadounidense, a través de su Departamento de Comercio, reconoce un déficit en su balanza comercial con la eurozona que se elevó en 2024 por encima de los 213.000 millones.

 

En esta relación, la agricultura juega un papel capital en el que España tiene mucho que decir. La UE y Estados Unidos mantienen un sólido puente de intercambio agrícola que sitúa a Washington como segundo destinatario de la materia prima europea y que, a su vez, nos convierte en receptores de frutas, cereales y otros productos agro de origen americano por valor de 11.000 millones de euros.

 

El recuerdo de la primera etapa arancelaria de Trump con respecto a Europa, que tuvo lugar en el año 2019, permanece aún vivo en la retina de numerosas empresas agrícolas españolas, que vieron como algunos de sus productos se enfrentaban a tasas del 25% para seguir accediendo al mercado estadounidense. Los sectores del vino, el aceite de oliva o de los cítricos se vieron fuertemente penalizados por una medida que era en gran parte consecuencia de una disputa aeronáutica que poco tenía que ver con el mercado agro. No obstante, y pese a que el contexto actual difiere del de entonces, la contundencia de dichas medidas permite proyectar el alcance de lo que puede suceder.

 

Por tanto, urge que nuestras empresas se protejan frente a los daños colaterales de una guerra comercial que se prevé duradera. La diversificación de mercados en lo referente a las exportaciones agrícolas se presenta como estrategia capital para minimizar daños. El contexto invita a apostar por destinos emergentes que en los últimos tiempos han mostrado solvencia en torno a la acogida de nuestros productos, y que no plantean un marco de entrada excesivamente severo.

 

Sirva como ejemplo el caso de algunas de las principales firmas vinícolas españolas, que tras verse perjudicadas por la crisis arancelaria de 2019 y los efectos de la posterior pandemia, impulsaron su presencia en países como Corea del Sur, Canadá, India, Malasia, Taiwán, o el continente africano, reduciendo su dependencia de los mercados predominantes a la vez que reforzaban su cuenta de resultados.

 

Promover la competitividad de nuestras empresas agro pasa también por visibilizar más y mejor la calidad de sus productos, que en muchos casos resulta diferencial pese a no gozar de notoriedad internacional. En este sentido, resulta destacable el trabajo realizado desde hace años por Almendrave y CNCFS para promocionar las virtudes de la almendra europea, a menudo relegada por la tendencia importadora de almendra californiana.

 

En todo caso, la estrategia comercial debe caminar de la mano de una apuesta firme por la innovación tecnológica. Y este es otro factor con vocación de marcar diferencias en el escenario al que se enfrenta nuestra agricultura. La digitalización emerge como vía directa para aumentar la rentabilidad de los cultivos a través de la llamada agricultura de precisión, basada en el ajuste milimétrico en el gasto energético gracias a la alta tecnología aplicada al campo, en aras de reducir al máximo los costes productivos. España, en este aspecto, se encuentra en una posición de privilegio para incrementar su propuesta de valor frente a los nuevos mercados porque cuenta con lo más importante: recursos y talento innovador.

 

Drones, sistemas de medición remotos o herramientas de IA predictiva para optimizar las cosechas hacen posible la concepción de una nueva agricultura sostenible y transparente en sus procesos. Esto no sólo representa una clara ventaja competitiva frente a entornos de producción con menor regulación —muy próximos y cada día más cuestionados—, también permite alcanzar estándares de calidad que facilitan la apertura a mercados premium, caracterizados por valorar más y mejor los productos con certificación.

 

La guerra arancelaria, lejos de representar una mera desgracia inesperada, responde al síntoma de un orden comercial mundial en trasformación. Hay que asumirlo. Para el sector agrícola europeo, la supervivencia dependerá de su capacidad de reinventarse en torno a sus procesos y objetivos. En España la apuesta debe ir en esta línea, pero la implicación institucional resultará más esencial aún. La innovación tecnológica y la diversificación de mercados requieren inversión y diplomacia, además de marcos facilitadores que potencien las posibilidades de los actores pequeños. Blindar nuestra agricultura exigirá espíritu de cambio, pero también altas dosis de responsabilidad.